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Joaquin Turina (1882-1949).Una biografía

1. Sevilla (1882-1902)

Joaquín Turina Pérez nace en Sevilla el 9 de diciembre de 1882 en el seno de una familia unida, feliz, de clase media, más bien acomodada, y rodeado de un ambiente artístico que ha de influir favorablemente en el espíritu del futuro músico.

Joaquín y Concepción fueron sus padres. Él de ascendencia italiana nace en 1847, también en Sevilla. Fue pintor de profesión, formado en la Escuela Provincial de Bellas Artes de aquella ciudad, y es considerado como destacado pintor de la escuela sevillana. La madre nace en un pueblecito de la provincia de Sevilla. Tenía algunos años más que su marido y siempre se dedicó a hacer grato el hogar.

Siendo aún muy niño, pues apenas tenía cuatro años, una de las criadas le regaló un acordeón con el que hacía toda clase de improvisaciones, adquiriendo la reputación de niño prodigio, al acompañar al coro de niñas del colegio del Santo Ángel, centro en el que recibiera el niño músico las primeras lecciones de solfeo.

Posteriormente acude al colegio de San Ramón en donde, además del bachillerato, comienza en serio los estudios de piano con don Enrique Rodríguez. En 1894 inicia los de armonía y contrapunto con don Evaristo García Torres quien, según afirmaba Turina, era un “… viejecito tan bueno como sabio” y, “… aunque educado en la escuela de Eslava, sabía mucho y sus obras, muy bellas, tienen inspiración ingenua, a lo Bellini” . En otro lugar añadiría: “… Permitidme un recuerdo a la, para mí, queridísima memoria de don Evaristo García Torres, mi primer maestro, cuyas obras, algo italianas pero con ingenuidad y pureza admirables, conservo copiadas por mi mano, como inapreciable tesoro del más venerable de los sacerdotes y de los músicos”. “… A él le debo la buena orientación que me dieron sus enseñanzas… Me enseñó cosas que luego no he tenido que rectificar” .

Ya con cierto dominio del piano, y en unión de varios amigos, crea Turina un conjunto instrumental que llamó La Orquestina; en realidad se trataba de un quinteto con piano. Sus actuaciones en fiestas y reuniones eran muy frecuentes y obtenía enormes éxitos. Para este conjunto hizo el jovencísimo músico sus primeros ensayos de compositor.

También actuaba muy a menudo tocando a cuatro manos, con sus maestros, la inmensa colección de oberturas, fantasías y variaciones, haciendo auténticas maravillas en el Raymond y en Semíramis.

Su presentación oficial ante el público tuvo lugar el domingo 14 de marzo de 1897 en la sala Piazza, de Sevilla, al intervenir en un recital organizado por la Sociedad de Cuartetos, interpretando al piano una Fantasía sobre el Moisés de Rossini compuesta por Segismundo Thalberg. Con la ejecución de esta obra, cuyas dificultades se multiplican al ser interpretada por unas diminutas manos que no llegaban a la octava, alcanza un extraordinario éxito, que muchos artistas consumados no logran con esta clase de composiciones. En estos o similares términos se expresaban las críticas aparecidas en los diferentes periódicos locales.

La segunda actuación se produce diez meses después. Fue el 9 de enero de 1898, en la misma sala que anteriormente obtuviera los primeros aplausos de sus paisanos. En esta ocasión interpreta el Konzertstük, de Weber y, fuera de programa, la Rapsodia húngara nº 11, de Franz Liszt. El éxito se repite y la crítica local, una vez más, se vuelca en elogios; por todo ello se deduce que el joven pianista se metió en el bolsillo a la afición sevillana. Este éxito, como es lógico, fue un gran estímulo para él quien, a partir de ese momento, y sin abandonar los estudios pianísticos, pudo iniciarse en el mundo de la composición, primero con timidez y más tarde con decisión. Es ahora cuando da comienza seriamente la creación de varias obras de piano, para conjuntos de cámara y algunas otras de carácter religioso, bien para voces y orquesta o teclado. Entre éstas figuran las Coplas al Señor de Pasión que compuso para la Hermandad de Pasión. Fu Fue su primera obra orquestal. “… Yo mismo las dirigí -dice el joven autor-. En el coro de la iglesia del Salvador se colocaba la orquestita, integrada por una veintena de músicos. El tenor Pardo y el barítono Astillero cantaron los solos acompañados por un pequeño coro de hombres. (…) Mi maestro don Evaristo García Torres, asistió al estreno” .

Su afán de crear una obra de mayor envergadura hace que, aproximadamente a la edad de quince años escriba una ópera, La Sulamita, basada en un libro de Pedro Balgañón. “… Yo escribí la música con todo el entusiasmo de mis pocos años, orquesté [¿1901?1902?] sus tres actos y, lleno de esperanza, creí fácil su estreno en el Real [de Madrid]” . Más tarde celebraría que tal estreno no se llevara a efecto.

Es en esta época cuando descubre que su auténtica vocación va por el difícil camino de la composición; en ella trabaja con ilusión y con empeño, mas pronto comprueba que ha agotado todas las posibilidades de aprender algo más de su querido profesor, don Evaristo. Éste, con toda humildad, le hace ver que el único medio de poder ampliar sus conocimientos en el complejo arte de la creación ha de encontrarse fuera de Sevilla, indicándole Madrid como primera, aunque no definitiva, etapa. A pesar de ello sigue componiendo; pero a medida que transcurre el tiempo se convence, más y más, de la veracidad de las palabras de su maestro ya que tropieza con enormes dificultades que le imposibilitan desarrollar sus ideas.

Los pocos años que aún le quedan al músico de permanencia en su ciudad son aprovechados para aumentar su dominio del piano para lo cual, como siempre, cuenta con la paternal ayuda de su maestro don Enrique.

La vida sevillana en el aspecto musical era, en los años mozos de Turina, realmente pobre. En este sentido hemos de decir que la afición de aquella ciudad, como la de cualquier provincia española y particularmente las de aquellas más apartadas de Madrid, prefería escuchar un fragmento de ópera, italiana por supuesto, antes que cualquier obra sinfónica. No cabe la menor duda de que aquel ambiente italianizado ejerció una gran influencia, cómo no, en nuestro músico puesto que muchas de las obras de su primera época, incluso las de carácter religioso, poseen la impronta del gusto italiano.

1882 quedó bastante atrás y, no obstante, veinte años más tarde, aún sigue viviendo en la misma casa que le viera nacer. “… Es una casa pequeña, pero simpática. Durante mi infancia se reformó varias veces, ensanchando el patio y adornándolo con losetas y azulejos de estilo árabe. (…) En la sala del principal, durante el invierno, y en el patio, durante el verano, transcurren los primeros veinte años de mi vida, siempre al lado del piano, poniendo toda mi esperanza en la música y abandonando la medicina, cuyas primeras asignaturas aprobé” .

En Turina no se da la circunstancia, tan frecuente en otros artistas, de la negativa o resistencia de los padres porque siguiera la carrera musical, ¡su auténtica vocación!, sino al contrario, puesto que es el padre, como artista también, quien le da alientos, a parte de poner a su disposición cuantos medios económicos precise para llevar a efecto su empeño. Tanto es así que decide que su hijo, el cual no desea otra cosa, abandone Sevilla para poder desarrollar sus conocimientos musicales, muy especialmente en lo relacionado con la composición. La preocupación por el porvenir de su hijo era tal que no quiso dejar nada al azar, siendo así que todas sus razones quedaron manifestadas en su testamento, otorgado el 26 de agosto de 1903, tres meses antes de su fallecimiento.

Todo está claro; Turina, que pudiendo haber llevado una vida confortable y placentera en su ciudad natal, en donde gozaba de todo cuanto una persona conformista pudiera desear: familia, bienestar, amistades, su casa, su ¡Sevilla!, su novia y…, desde poco tiempo atrás, sus admiradores, no obstante prefiere triunfar plenamente en la música, para lo cual abandona el dolce far niente sin titubeos. Heroica actitud, no ausente de luchas y sacrificios, que dieron por fruto la compensación de llenar, con su nombre, una de las páginas más bellas de la historia de la música española.

 

 

2. Madrid (1902?1905)

¡Al fin! llega el momento tan esperado por Turina: su primer viaje a Madrid, hasta entonces la mayor distancia recorrida por él: “… lo hice con mi padre y en la esperanza de que pudiera estrenarse La Sulamita“. Tres días después de su llegada a la capital de España acude al paraíso del Teatro Real para escuchar a la Orquesta de la Sociedad de Conciertos que, a las órdenes de Wassilly Sapellnikow, ofrecía a aquel público la primera interpretación, en Madrid, de la Quinta sinfonía, de Tchaikovsky.

Después de su llegada, el 6 de marzo de 1902, el joven sevillano, observa que el ambiente sinfónico?musical madrileño estaba polarizado en los conciertos de ese conjunto, cuyas actuaciones eran de excepcional calidad, pero ¡ay!, insuficientes en cantidad.

Del ambiente musical que Turina acaba de conocer lo que más le llama la atención no es la ópera (con sus excepcionales y vistosas representaciones en el Real), ni la zarzuela (a pesar de hallarse este género en todo su apogeo), ni los recitales de los grandes solistas que actuaban continuamente, ni las sesiones de música de cámara a cargo del Cuarteto Francés u otras agrupaciones de cámara, las más prestigiosas de Europa, como los cuartetos Bohemio, de San Petersburgo, Rosé…, cuyas audiciones tanto influyeron en la formación del gusto y cultura musicales del auditorio; tampoco le impresionaron los recitales de los más destacados solistas del momento. Lo que en realidad asombra al músico, recién llegado de Sevilla, son las actuaciones de la Sociedad de Conciertos. La sonoridad de una gran orquesta sinfónica es para él una revelación; al mismo tiempo que la escuchaba, por su mente desfilaban en tropel infinidad de nuevas ideas que, de momento, no podía fijarllas en el papel pautado, ya que no está capacitado para ello. Éste es, precisamente, el motivo por el cual ha venido a Madrid: necesita con urgencia dar con la persona que le resuelva, definitivamente, cuantos problemas le acucian a la hora de componer.

Su vieja vocación por la composición, que nunca abandonó, se reaviva al percibir la impresionante sonoridad de una orquesta semejante; tanto es así que toma la determinación de sacrificarlo todo por ella, incluso el virtuosismo en el piano, si éste le exigiera un tiempo que él juzgara necesario para dedicarlo a la composición.

En cualquier lugar, y en todo momento, se le viene a la memoria el primer concierto que escuchara en el paraíso del Real. ¡Qué grato descubrimiento comprobar que la sonoridad de una orquesta, integrada por auténticos profesionales, como la de la Sociedad de Conciertos, pudiera ser tan distinta, tan bellamente distinta, a la que la orquesta de Sevilla le tenía acostumbrado!

Incorporarse a este ambiente, aunque muy modesto en relación al existente en otras capitales europeas, fue lo que impulsó al joven provinciano a abandonar su querida Sevilla.

Siguiendo las sugerencias del padre, fomenta la amistad con los amigos que aquél tiene en la capital. Entre éstos, en primerísimo lugar, figura el pintor José Villegas, de quien llegó a recibir toda clase de ayudas y, muy en especial, excelentes consejos. “… Villegas me recomendó al crítico Alejandro Saint?Aubin, que también era pintor, y en su estudio toqué algunos fragmentos deLa Sulamita ante el flamante Cuarteto Francés” . Muchos años después, en el homenaje que la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando celebrara el 17 de enero de 1949, es decir, tres días después del fallecimiento de Turina, uno de ellos, Conrado del Campo, como portavoz de la docta institución, recordaría con gran precisión, a pesar de los años transcurridos, el comienzo de su amistad con el músico sevillano: “Nos conocimos en plena juventud en el estudio del que fue insigne crítico de arte y artista don Alejandro Saint?Aubin. (…) Allí apareció un día, llegado de Sevilla, el joven Turina, alegre, afable, sonriente. Y desde el primer momento se hizo simpático en aquellas reuniones en las que se rendía entusiata culto al arte” .

 

Después de una breve estancia en la Corte, regresa a su ciudad con la tristeza de haber comprobado la imposibilidad de ver puesta en escena la ópera en la que tanto trabajó y en la que había centrado todas sus ilusiones, empeño en el que también fracasaron con anterioridad otros grandes compositores, como Pedrell, Bretón, Chapí… Otoño de 1902. Por segunda vez vuelve a Madrid, donde ha de residir, casi con carácter permanente, a lo largo de tres años. Su propósito era el de agotar todas las posibilidades de aprendizaje que la gran ciudad pudiera proporcionarle en materia de composición.

En este viaje no le acompaña su padre. “… Me hospedé (…) en Casa de Carmen” . La Casa de Carmen era una modesta pensión situada en una calle próxima a la Puerta del Sol es decir, en el corazón de Madrid, en el mismo edificio del teatro Cómico. Turina ocupó una habitación interior de dicha pensión a donde llegaban, a través de la ventana, los ecos de la música de zarzuela que se interpretaba en el vecino teatro. Dado el carácter abierto y jovial de nuestro músico, pronto se ve rodeado de un grupo de amigos; entre ellos destaca, por el sincero y gran afecto que siempre le demostró, como ya dijimos antes, don José Villegas, quien desde el año anterior venía ocupando la dirección del Museo del Prado. Otra persona que figuraba entre sus íntimos era un sevillano “… risueño y amable” que se llamó Fernando Fe, dueño de una acreditada librería que poco a poco fue apagándose, hasta alcanzar su total extinción en las navidades de 1983. Conoció a “… don Mario de la Mata, ricachón y egoísta. (…) Yo daba lecciones de piano a su sobrina y, con este motivo, comía en su casa con frecuencia” . Entre otras amistades, también figuraba el compositor y excelente crítico musical Manuel Manrique de Lara.

Las sesiones de la Sociedad de Conciertos eran esperadas con impaciencia por Turina, de las que era asiduo. ¿Cómo no asistir a ellas si casi todas las obras programadas eran nuevas para él? Ahora podía escuchar, a plena orquesta, algunas de las composiciones que hasta entonces sólo conocía en reducciones para sexteto o piano. ¡Qué diferencia! ¡Qué delicia poder saborear, en versión original, la música de los clásicos: Haydn, Mozart, Beethoven…; los barrocos: Bach, Haendel…; los magníficos fragmentos de las óperas de Wagner, los románticos… ¡Todo un mundo nuevo de sonidos se le ofrece! ¡Eso era lo que buscaba y…, desde ese momento, ese será su mundo!

Si bien es cierto que a fines del siglo XIX Madrid contaba con una orquesta de primerísimo orden, no es menos cierto que en el campo de la producción sinfónica nada hacía ver con optimismo su futuro. Tanto es así que él mismo expondrá (en 1916) su opinión en este sentido: “… ¿Qué había de arte musical en España hace veinticinco años? Muy poco o nada, y ni Arrieta, ni Gaztambide, ni aquellos maestros de la zarzuela clásica española, que tanto olía a italiana, eran los más a propósito para realzar el nivel del arte nacional” .

Otro gran descubrimiento, otra gran sorpresa, le reserva la galería del Teatro Real: “… En el paraíso del Real conocí a Manuel de Falla, que escribía, a la sazón, una zarzuelita< Los amores de Inés (…) y planeaba La vida breve” . A partir de aquel momento entre los dos músicos andaluces se crea una amistad que se prolongaría tanto como sus propias vidas. El afecto surge espontáneo y mutuamente. Ambos son muy jóvenes y con muchas cosas en común, aunque la diferencia de caracteres es manifiesta: mientras uno es alegre, afable y sonriente (así lo describió Conrado del Campo), la forma de ser del otro era totalmente opuesta: taciturno y retraído. “… Falla venía diariamente a mi casa”, nos dice Turina, y en ello creemos observar que el músico gaditano, a pesar de venir frecuentando Madrid desde hacía algunos años, por razones de estudios, no debió crearse una íntima amistad hasta que coincidiera con su paisano colega que llega a la capital con su bagaje, asimismo, lleno de ilusiones. Falla encontraría en Turina al amigo y al compañero que, de igual modo que él, apartado de su tierra, luchara por abrirse camino en el difícil arte por ellos elegido.

La presentación de Turina ante el público madrileño tuvo lugar en el salón del Ateneo, el 14 de marzo de 1903, justamente seis años después de haberlo hecho en Sevilla. ¡Cuánto daría ahora por obtener, al menos, parecidos resultados que en aquella ocasión! Las circunstancias no son las mismas puesto que ha de enfrentarse con un público exigente y habituado a escuchar a los mejores intérpretes europeos. Por ello confecciona un programa muy al gusto de la época, que cuidó hasta el más pequeño detalle. En él figuraban obras de Scarlatti, Beethoven, Oswald, Schumann, Wagner y tres suyas: La danza de los elfos (inspirada en un cuento de Andersen), Variaciones sobre cantos populares y Gran polacca. Estas piezas han desaparecido lo que hace suponer que debieron ser destruidas por el autor. El público, una vez más, está de su parte; para corresponder a su entusiasmo prolonga la actuación ofreciéndole la Décima sonata de Beethoven.

La presencia en Madrid del joven músico se debe a la necesidad de ampliar sus conocimientos de composición. Mas, poco a poco, se va dando cuenta que la capital, en este aspecto, empieza a defraudarle; no da con la persona adecuada y mucho se temía que, de no haberla encontrado tras sus muchas averiguaciones, es que no debía existir. El único músico que quizá hubiera podido serle útil habría sido Felipe Pedrell, pero no acude a sus clases por dos razones: primera, y fundamental, porque le considera más teórico que práctico y, también, por su desagradable carácter que involuntariamente es rechazado por Turina.

A pesar de todas las dificultades con que tropieza, no obstante sigue trabajando en la composición de nuevas obras. Entre ellas, las tres que interpretara en el Ateneo y un sainete de ambiente sevillano titulado La Copla. A éstas habría que añadir otras de la misma época, entre ellas, el Trío en fa, un Quinteto para piano y cuerda, el sainete Fea y con gracia, sobre un libreto de los hermanos Álvarez Quintero, el Poema de las estaciones y otras pequeñas producciones para piano que, a juzgar por sus títulos, nadie podría asegurar que fue un sevillano quien las escribió: Danza de hamadríadas, Poema, Poema de amor, Visión de Ben?Hur, Meditación, Hoja de álbum..

Si, como ya hemos dicho, no llegó a recibir ninguna clase de composición, respecto al piano sucedió todo lo contrario al ponerse bajo la dirección de José Tragó quien, con Pilar de la Mora, compartía el cetro de la enseñanza pianística en Madrid. Gran fortuna fue para él tener como maestro a tan insigne artista al que recordaría, a lo largo de su vida, con afecto, respeto y admiración.

Negros nubarrones se ciernen sobre Turina en el aspecto familiar, ya que, en menos de una año, fallecen sus padres: primero sería él (4.XI.1903) y luego ella (11.X.1904. Desde la desaparición de su madre la idea de don José Villegas de trasladarse a la capital francesa va adquiriendo cuerpo; no obstante, las dudas le embargan, ya que para la siguiente temporada tenía mucho trabajo en perspectiva, en el que figuraban tres zarzuelas. Mas tenía tiempo, mucho tiempo aún, para decidirse; sería conveniente pensarlo muy despacio, para lo cual iba a disponer de todo el verano, pero… El 16 de julio de 1905 se traslada de Madrid a Sevilla en el surexpreso y es, en el transcurso de ese viaje, donde queda decidido su porvenir: ¡¡¡PARÍS!!!

3. París (1905?1913)

 

¿De qué mejor modo podríamos comenzar este capítulo dedicado a la estancia de Joaquín Turina en la capital francesa que reproduciendo los primeros párrafos de una glosa que él dedicó a Manuel de Falla a raíz de su fallecimiento, por lo mucho que contienen de autobiografía?

“… Fue en París donde se formó el gran músico. La etapa parisina supone el perfeccionamiento de la técnica y el comienzo verdadero de su producción. (…) La intensísima vida musical de la gran ciudad, el choque de las diversas tendencias e ideales, las grandes figuras de uno y otro campo, Fauré y d’Indy, Debussy y Ravel, y la campaña españolista de Albéniz, todo ello formaba un ambiente musical de enorme atractivo, de gran fuerza. A esto se unían los conciertos sinfónicos, las representaciones de ópera, los ensayos impresionistas de los innovadores. (…) Quizá no se hubiera movido de París si la guerra de 1914 no nos hubiera lanzado a todos”.

“… En el atardecer de un día de octubre [10.X.1905] hago mi entrada en la capital francesa” . Durante dos meses permanece en el Family?Hotel de triste recuerdo. Allí conoce a Guillermo de Blanck, un joven cubano con el que después le uniría una prolongada y sincera amistad. Ambos no están conformes con el servicio del establecimiento y deciden trasladarse, poco después (19.XII), con carácter definitivo, al hotel Kléber, el mismo al que dos años después acudiría Falla por indicación de Turina.

La soledad (no olvidemos la muerte de sus padres pocos meses atrás) y su alejamiento de todo cuanto le es querido le produjo un vacío que intentó cubrir iniciando una vida acelerada, completamente distinta a la habitual. Se dejó llevar de la buena voluntad de su amigo de Blanck, quien, viendo al músico en un estado de gran melancolía, a pesar de su animoso carácter, no sólo se brinda a introducirle entre sus amistades sino, también, a acompañarle en todas las gestiones referentes a sus futuras clases, en lo que le fue de valiosísima utilidad. Aquellos días fueron tan intensos que, en cierto modo, consiguieron aturdirle mas no convencerle, por lo que decidió rallentizar ese falso entusiasmo para reanudar su vida al ritmo que él mismo se marcara.

A poco de llegar a la ciudad luz se entrega de nuevo a la composición: “… Anoche (13.XI.1905) empecé una romanza andaluza para piano y… ¡Cuánto me acordé de Andalucía! Porque allí está mi vida entera y mis ilusiones” . De la lectura del precedente párrafo, extraído de una tarjeta postal que enviara a su novia, se deduce: primero, que el andalucismo, desde su salida de Sevilla, siempre estuvo presente en el ánimo y en el arte de Turina, en esta ocasión con la Romanza andaluza y anteriormente con sus sainetes, ambos de ambiente sevillano; segundo, que la creación es continua, espontánea… y, tercero, que la nostalgia por su tierra es ya patente en su espíritu, nostalgia y cariño que se acrecentará con el transcurso del tiempo. Algunos años más tarde escribiría: “… [Mi música] es la expresión de sentimiento de un sevillano neto que no conoció a Sevilla hasta que se marchó de ella, y esto es matemático, pues tan necesario es al artista el alejamiento para conocer su país, como al pintor que se retira unos pasos para abarcar el conjunto de su cuadro” .

Lo que más preocupa a Turina en esta primeras semanas parisinas es encauzarse en el aspecto musical. Su compañero de pensión, haciendo alarde de su profesión de diplomático, se brinda a presentarle a un paisano suyo, buen amigo y excelente músico, Joaquín Nin. “… Nin opinó que su maestro Moritz Moszkowski debía encargarse por completo de mi dirección artística” .

Las clases con Moszkowski dieron comienzo el 22 de noviembre. Las primeras lecciones fueron magníficas, pero pronto observó algo en su maestro que le contrarió y que él comenta a la novia (6.XII): “… Nada te he dicho hasta hoy de Moszkowski porque esperaba hablarte con toda seguridad; pero la lección de ayer me hace ver claro, y empiezo por decirte que estoy bastante disgustado con él, respecto a la composición, pues me quiere encerrar en un círculo vicioso sin campo ninguno para trabajar.

Anoche después de cenar, fui en tren a Saint?Cloud para hablar con Nin, discípulo también de d’Indy, para tratar de hacer un cambio, entrando en la Schola Cantorum bajo la dirección de dicho señor. Pero el problema es que quiero seguir el piano con Moszkowski, pues me va divinamente con él en este punto” . De esta lectura queda en evidencia que bastaron a Turina unas cuantas lecciones para comprender que las teorías de su nuevo maestro estaban anticuadas.

Al fin, las clases en la Schola Cantorum son un hecho al quedar decidido que comenzarían el 15 de enero (1906), no con el director del centro, Vincent d’Indy sino, en un principio, con el subdirector, Auguste Sérieyx “… como preparación al segundo curso de d’Indy que empezaré más tarde”.

“… Estuve con Nin en casa de Sérieyx. Este señor muy simpático, escuchó mis composiciones, las analizó y resultó lo que yo esperaba, y lo que me impulsó a venir a París; que, para ser un compositor de veras, me falta una sola cosa: saber construir bien una sinfonía, un cuarteto o toda obra de grandes dimensiones pues muy al contrario, las pequeñas, le gustaron mucho” .

La estancia de Turina en París, que físicamente se prologa hasta 1913, se desarrolla dentro de un ritmo de vida de enorme intensidad, totalmente entregado al estudio, posteriormente a éste y al trabajo y siempre a la y por la música.

Su presentación pública tuvo lugar en la sala Æolian, el día 29 de abril de 1907, en su doble faceta de autor e intérprete. Como pianista intervino junto al Cuarteto Parent para la ejecución de dos quintetos, uno de Brahms y otro de César Franck. En la parte central del concierto actuó solo él con su Poema de las estaciones, obra escrita a principios de aquel año. Aún no había terminado de recibir los plácemes conseguidos por esta actuación cuando es preciso agregar los merecidos por su segundo concierto, celebrado ocho días después en el mismo local. En este otro recital, en el que habría de juzgarse más al compositor que al intérprete, tenía Turina puestas todas sus esperanzas e ilusiones puesto que sería fundamental, para su futura carrera de compositor, el éxito de su Quinteto en sol menor, la obra de mayor envergadura hasta entonces escrita por él que sería estrenada en aquella ocasión.

Una vez más la fortuna está de su parte y… nada menos que en París, el París de principios de siglo, que era reconocida, justamente, como la capital europea de la música. Esta obra, que rápidamente se incorporó a los repertorios de las más reputadas agrupaciones de cámara, Touche, Lejeune, Chaumont, de Bruselas, Parent… y que pronto llegaría a escucharse en San Petersburgo, fue galardonada aquel mismo año en el Salón de Otoño, repitiéndose su interpretación, con tal motivo, el 3 de octubre en el Grand Palais de los Campos Elíseos.

A este concierto acudió el más glorioso de los compositores españoles: Isaac Albéniz. La feliz intervención del autor de la Suite Iberia, al final de la audición del Quinteto, motivaría una total transformación en la carrera del compositor sevillano. En unas cuartillas que éste enviara a la prensa explica cómo se desarrollaron los hechos: “…En los comienzos de octubre del año 1907 se escuchaba mi primera obra en el Salón de Otoño, de París: un Quinteto para piano e instrumentos de cuerda. Colocados en la escena, y con el arco en ristre el violinista Parent, vimos entrar a toda prisa y algo sofocado por la carrera,a un señor gordo, de gran barba negra y con un inmenso sombrero de anchas alas. Un minuto después, y en el mayor silencio, empezaba la audición. Al poco rato, el señor gordo se volvió hacia su vecino, un joven delgadito, y le preguntó: -“¿Es inglés el autor?”.

-“No, señor; es sevillano” – le contestó el vecino completamente estupefacto-.

Siguió la obra, y tras la fuga vino el allegro, y tras el andante, el final. Pero terminar éste y hacer irrupción en el foyer el señor gordo, acompañado del vecino, el joven delgadito, fue todo uno. Avanzó hacia mí y, con la mayor cortesía, pronunció su nombre: “Isaac Albéniz”. Media hora más tarde caminábamos los tres, cogidos del brazo, por los Campos Elíseos, grises en aquel atardecer otoñal. Después de atravesar la plaza de la Concordia, nos instalamos en una cervecería de la calle Real, y allí, ante una copa de champagne y pasteles a la tomaté, sufrí la metamorfosis más completa de mi vida. Allí salió a relucir la patria chica, allí se habló de música con vistas a Europa, y de allí salí completamente cambiado de ideas. Éramos tres españoles y, en aquel cenáculo, en un rincón de París, debíamos hacer grandes esfuerzos por la música nacional y por España. Aquella escena no la olvidaré jamás, ni creo que la olvide tampoco el joven delgadito, que no era otro que el ilustre Manuel de Falla” .

Otro empeño de Albéniz fue su interés por la publicación del Quinteto, lo que, con alguna resistencia por parte de los editores, consiguió sin mayor esfuerzo. Este tema lo recordaría Turina más de una vez: “… En una de mis últimas visitas me cogió del brazo y me dijo lo siguiente, con gran extrañeza mía: “Ese Quinteto franckiano se va a editar. Lo hago cuestión de gabinete. Pero usted me da su palabra de no escribir más música de esa clase. Tiene que fundamentar su arte en el canto popular español, o andaluz, puesto que usted es sevillano”. Palabras que fueron decisivas para mí; consejos que he tratado de seguir a lo largo de mi carrera y que ofrendé siempre a la memoria de aquel hombre genial y único” .

Ante la publicación del Quinteto, su autor tuvo que tomar una decisión aparentemente de escaso valor pero que, en el futuro, tendría su importancia. Es costumbre que toda obra musical, sobre todo al pasar por la imprenta se la identifique con un número de orden. Sin titubear decide que el Quinteto habrá de ser el opus número 1; ello quiere decir que toda su producción anterior, unas sesenta obras, ha de ser totalmente olvidada; entre ellas figuran dos de las escritas en París, teniendo ya por base la formación adquirida en la Schola: Poema de las estaciones y Sonata española [1908] , para violín y piano.

Durante los años que aún ha de permanecer Turina en París su catálogo aumentará hasta diez obras. A medida que éstas van apareciendo, la impronta escolástica va distanciándose, para dar paso a los cantos, a los ritmos, a la luz y a la alegría propias de la región que le vio nacer, sin perder por ello el alto valor y equilibrio musical que el autor adquirió en las aulas de la Schola.

Una vez vencida la primera dificultad de darse a conocer en París, lo que consiguió con un resultado altamente positivo con sus dos primeras audiciones públicas, su prestigio va consolidándose, lo que le permite desenvolverse dentro del mundo de la música sin trabas de ninguna clase.

El gran atractivo que en aquella época gozaba la música española al otro lado de los Pirineos fue una circunstancia que favoreció extraordinariamente a nuestro joven quien, no sólo era requerido con gran frecuencia en recitales de piano, interpretando música suya y de sus compatriotas, sino que era solicitada su colaboración para la organización de infinidad de programas en donde la música española era tema obligado y que realizaba con gran complacencia, pues con ello favorecía la divulgación de las obras de sus colegas españoles al mismo tiempo que las propias.

En el orden familiar 1908 fue un año en el que Turina alcanza la culminación de su felicidad al contraer matrimonio con Obdulia Garzón y que fue ratificada dos años más tarde con el nacimiento de su primer hijo.

La llegada de 1913 supone para el músico el final de su formación en el viejo casón de la calle de Saint Jacques. Como premio recibe de manos de su maestro el siguiente certificado de estudios, fechado el 4 de marzo:

 

“El abajo firmante, director de la Schola Cantorum, certifica que don Joaquín Turina ha seguido con éxito mis cursos de Composición musical en la Schola y que ha adquirido, por sus asiduos estudios, la ciencia y el talento necesarios para ser un buen compositor. Ya ha escrito un cierto número de obras que han sido interpretadas con gran éxito en los conciertos parisienses. Me siento feliz de poder dar a mi excelente alumno este testimonio de la simpatía y de la amistad de su viejo maestro.                                                                                 Vincent d’Indy.
Director de la Schola”.

El día 30 de aquel mismo mes, se estrenó La procesión del Rocío en el Teatro Real, de Madrid, con extraordinario éxito, viniendo a confirmar el buen juicio que de él tenía su viejo maestro. A partir de este momento le surgen las dudas respecto a su definitivo emplazamiento: ¿París? ¿Madrid? La capital de Francia siempre fue generosa con él, lo que nunca olvidó, mas por otra parte, le atrae con fuerza el cielo azul de su patria. Poco tiempo después se resolverían las dudas al dar comienzo la Primera Guerra Mundial.

 

 

4. Madrid (1914?1949)

La vida de nuestro biografiado, tanto en el trabajo como en su casa, por la que llegan a corretear cinco hijos, queda totalmente estabilizada a partir de 1914 al instalarse definitivamente en Madrid (calle de Alfonso XI, número 5, hoy 7). De inmediato se entrega a su trabajo de compositor, ahora en el género lírico, colaborando repetidamente con el matrimonio Martínez Sierra. En este año aparece Margot, op. 11, comedia lírica en tres actos que se estrena el 10 de octubre; luego le siguen Navidad, op. 16, (1916); La adúltera penitente, op. 18 (1917) y Jardín de Oriente, op. 25, (1923).

El 15 de enero de 1915 el Ateneo madrileño presenta en un mismo concierto a dos jóvenes músicos prácticamente desconocidos por el público de la capital española: Falla y Turina.

Turina, al margen de las cuatro obras de escena citadas, se centra en el género sinfónico, de cámara, vocal y, especialmente, en la producción de piano, que llegó a sobrepasar sesenta títulos diferentes. Mucho ha de trabajar para hacer frente a sus múltiples necesidades; por ello y debido a que las liquidaciones, producto de la ejecución de sus obras, no cubrían en absoluto sus gastos, se vio en la precisión de ir vendiendo su música y de tener que realizar otras ocupaciones, aún dentro del ámbito musical, que nada tenían que ver con la composición.

En primer lugar diremos que no tuvo otra opción sino realizar infinidad de conciertos y recitales: unas veces solo, al piano; otras integrado en conjuntos de cámara y, los más, acompañando a cantantes (curiosamente siempre mujeres) como Aga Lahowska, madame Vallin Pardo, Blanca Asorey, Crisena galatti, Lola Rodríguez Aragón… Otras veces de director de orquesta: en 1916 dirige la pequeña orquesta del teatro Eslava, con la que estrenaría Navidad y La adúltera penitente, en Madrid, y, también, la pantomima de Manuel de Falla, El corregidor y la molinera (7.IV.1917). En 1918, por sugerencia de Falla, Serge Diaghilev acude al músico sevillano para pedirle que dirija la orquesta de su espectáculo, los famosísimos Ballets russes, que recorrerían durante aquella primavera, diez y seis ciudades españolas, en las que efectuaron cuarenta y siete actuaciones. La última vez que realizó un trabajo de esta índole fue al final de aquel mismo año, al enfrentarse con una orquesta que llevaría el mismo nombre que el del compositor, fundada por el Centro Hijos de Madrid, cuya efímera vida, de sólo tres conciertos, fue debida a problemas de orden económico.

Turina nunca rechazó trabajo alguno, y menos si era para auxiliar a un compañero; este es el caso en el que intervino en la instrumentación de la zarzuela Doña Francisquita, de Amadeo Vives, estrenada en octubre de 1923.

Lo más penoso de aquellos años fue su ingreso en la plantilla del Teatro Real como concertador, en donde estuvo contratado durante cuatro temporadas a partir de la de 1920?1921. Este trabajo duro y absorbente, aunque imprescindible para su economía, fue inoportuno por surgir, justamente, en la época en la que, como compositor, se hallaba en su plenitud, lo que queda ratificado con la aparición de las Danzas fantásticas (1919), la Sinfonía sevillana (1920), Sanlúcar de Barrameda (1921), La oración del torero (1925) y Trío, nº 1 (1926).

También cultivó la enseñanza de la composición, primero particularmente y después, a partir de 1931, desde su cátedra del Conservatorio de Madrid.

Otra faceta de sus actividades fueron las conferencias que siempre eran ilustradas con ejemplos musicales. Tal es el caso de las veinte lecciones a él solicitadas, a finales de 1919, por el Círculo de Bellas Artes, de Madrid, y que impartió con el título de: Historia de la música y de las formas musicales. Más tarde, en 1929, se desplaza a La Habana para atender una petición de la Institución Hispano?Cubana de Cultura. En aquella ciudad da siete conferencias que, debido a su enorme éxito, algunas de ellas se vio obligado a repetir en otras ciudades de la isla. Antes de abandonar Cuba recibe un cable urgente desde la ciudad de México firmado por el rector de la Universidad, rogándole se desplace a aquella capital para desarrollar allí una serie de diez conferencias sobre música española, petición a la que Turina no pudo atender como, tampoco, otra solicitud de la Universidad de Nueva York.

No serían éstas las únicas veces que hablara en público. Era un medio de divulgación musical que a él le complacía. En otra ocasión, en septiembre de 1941, desarrolló un cursillo técnico de veinte lecciones para los componentes de la Orquesta Nacional de España. Otra labor muy importante en la vida del músico fue su prolongado paralelismo entre su auténtica profesión, la composición, y el periodismo. En este último aspecto su primera colaboración data de 1910 en la Revista Musical, de Bilbao, como cronista desde París. A partir de entonces su firma fue frecuente en revistas especializadas, periódicos y otras publicaciones, tanto españolas como francesas.

El periodismo en Turina con carácter profesional comienza en 1926, al ingresar en la plantilla de la Editorial Católica, como crítico musical de El Debate. A esta misma empresa seguiría perteneciendo incluso después de la desaparición de dicho periódico en julio de 1936. Tres años después, recién terminada la guerra civil española, reanuda su trabajo como crítico, pero no en El Debate, sino en el Ya, para poco después pasar al semanario dedicado a los espectáculos, Dígame, en donde seguiría colaborando hasta el final de sus días.

En el orden literario hay que destacar dos obras de carácter didáctico. En primer lugar la Enciclopedia abreviada de música, editada en 1917, prologada por Manuel de Falla. Estas son sus primeras palabras:

“La publicación de la Enciclopedia abreviada de música, de Joaquín Turina, constituye algo raro y extraordinario en la vida musical de nuestro país, donde, si se exceptúan los escritos de Felipe Pedrell, apenas se encuentra nada que, en este sentido, tenga parecida importancia” . Fruto de sus últimos años es el Tratado de composición musical, que quedaría incompleto al fallecer apenas iniciado el tercer volumen.

A pesar de cuanto acabamos de exponer, el catálogo de las obras de Turina va incrementándose hasta alcanzar el notable número de ciento cuatro títulos. Ahí no figura la producción de su primera época ni otras muchas escritas a partir de 1907, que el autor dejó marginadas quizá por no alcanzar el nivel artístico que él a sí mismo se exigía.

Entre las numerosas evasiones de las que el músico gustaba disfrutar, además de la lectura y la fotografía, que siempre cultivó, contaba, en su primera época, con las tertulias de café (de las que poco a poco se fue apartando), con las reuniones, ya fuera en su casa o en ajenas (casi siempre con música), los paseos familiares al cercano parque de El Retiro o con los amigos o compañeros (sin prisa ni rumbo) o ya, en solitario, por el viejo Madrid de los Austrias, y, siendo sevillano, ¿cómo no gustar de los desfiles procesionales? Aunque no asiduo, los toros ocupaban un lugar entre sus preferencias y también disfrutaba con la proyección de una buena película. No era extraño, tampoco, verle complacido ante la presencia, en este caso acompañado de sus hijos, de cualquier manifestación militar: desfiles, paradas, relevos y…, asimismo con sus hijos, era frecuente verle mezclado entre el público infantil del circo y el ruidoso y jaranero de las verbenas de barrio, de cuyas atracciones sólo gustaba montar en la noria. En esta relación no ha de faltar su afición por los espectáculos de revista musical (especie de opereta), a los que acudía con frecuencia.

Una vez terminada la guerra civil, en 1939, España inicia una vida de recuperación; al repasar nombres entre los compositores patrios, se observa un vacío enorme, lo que crea una situación difícil para los que quedan. Entre éstos figuran dos apellidos insignes: Falla y Turina; mas el músico gaditano se niega a abandonar su carmen granadino (poco después lo haría con carácter definitivo rumbo a Argentina), obligando a Turina a afrontar por edad y prestigio, la situación. Lástima fue la masiva ausencia de casi toda una generación de prestigiosos y jóvenes compositores que, por razones políticas, se encontraba dispersa fuera de España.

Así pues, la situación para Turina supone una enorme carga que su cuerpo, herido desde hace muchos años por una enfermedad que poco a poco va agravándose, no puede soportar, si no es a base de un enorme sacrificio al que se vio obligado a sobrellevar hasta el final.

A las múltiples ocupaciones que hasta entonces había desempeñado, habría que añadir, a partir de junio (1939), la de figurar en una comisión cuyo principal objetivo era la reorganización de los conservatorios, y, meses después, el nombramiento de Comisario General de Música, cargo que desempeñaría, hasta su fallecimiento.

En esta postrera etapa de su vida, en la que se le han acumulado tantísimas ocupaciones, como es lógico, su producción ha disminuido, hasta el extremo de ser nada más que trece las nuevas obras que incluyó en su catálogo en un espacio de nueve años. La opus 104, titulado Desde mi terraza, fue compuesta en 1947 y es la que pone punto final a una producción, testimonio de una vida plenamente dedicada a la música, a la cual ofrendó todo su trabajo, todos sus afanes, todas sus ilusiones.

Joaquín Turina falleció en Madrid el 14 de enero de 1949.

• Texto contenido en el 2º tomo de la 1ª edición de Joaquín Turina a través de sus escritos (Sevilla 1982), págs. 9/24. A. MORÁN.

www.joaquinturina.com/

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