Articulo por Samuel Diz
Las variaciones del siglo XVI siguieron los procedimientos principales: o bien cada variación era una entidad cerrada en sí misma, o bien se sucedían las variaciones con cierta continuidad. Las variaciones -o diferencias, como se llamaban en España- hacen su primera aparición como variaciones propiamente dichas en Los seys libros del Delphin, de música de cifras para tañer vihuela (1538) de Luys de Narváez, donde podemos encontrar los dos tipos de procedimiento.
El primero, unas variaciones autónomas, como puede ser el caso de una conocida serie de variaciones basada en el ground o basso ostinato conocido en España como Guárdame las vacas o, como luego acabaron llamándose (en España y fuera de ella también), Romanesca. En Guárdame las vacas, Narváez escribió cuatro variaciones autónomas sobre el “tema”, el modelo de romanesca subyacente. Aunque el carácter cerrado de cada variación le confiere una cualidad un tanto estática a la obra, la intensidad crece de una variación a la siguiente: aumenta la actividad rítmica; el ámbito se expande; la textura se hace más complicada; las variaciones tercera y cuarta son variaciones dobles, variando cada una la mitad del ostinato, y la coda de la variación final tiene mucho vigor.
El segundo caso corresponde a unas variaciones continuas, como ocurre en las “Veintidós diferencias sobre Conde Claros” de Narváez, donde se repite la progresión armónica de condeclaros veintidós veces sin interrupción. Las uniones entre variación y variación están disfrazadas con mucha habilidad, al funcionar el fin de cada variación como anacrusa de la variación siguiente. Un ejemplo claro puede verse en la unión de las variaciones siete y ocho, en la que la escala que constituye el material melódico principal es continua entre ambas.
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