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La música y el Palacio de Minería en La Nueva España

Escrito por Jorge Velazco
La música y el Palacio de Minería

El esplendor económico en las capas elevadas de la sociedad no estaba proporcionado con el estado profesional de la música cuando se inauguró el Palacio de Minería, época muy característica que señala tanto el pináculo virreinal como el fin del extenso período de la hegemonía española en América. La riqueza minera de la Nueva España no había logrado más que un desarrollo social muy parcial y desvinculado con algunas áreas de la cultura, de las cuales era la música la que probablemente se hallaba en la condición más débil, al menos en relación con la fuerza económica de la sociedad virreinal y con el nivel que otras colonias españolas de América tenían. La riquísima floración de la música europea de los siglos XVII y XVIII no alcanzó plenamente a las colonias españolas, si bien la Metrópoli tenía una vida musical nada despreciable, a pesar de carecer de la fuerza que otros países mostraban con gran desenfado. Italia o Alemania disfrutaban de posibilidades tan variadas que dieron las bases de la evolución musical del siglo XIX (y por lo tanto del XX), de la que los españoles acusaron un elocuente ausencia, tan contradictoria de su fabuloso pasado musical del siglo XVI y a pesar de la obra y labor de Domenico Scarlatti (1685-1757), Antonio Soler (1729-1783) y Luigi Boccherini (1743-1805). Sin embargo, aún dentro de la relativa pobreza y la segunda línea de importancia existen grados fácilmente confrontables.

Venezuela y Cuba tenían sólidas actividades musicales, basadas principalmente en la obra de José Angel Lamas (1775-1814) y José Cayetano Carreño (1774-1836) en la primera y lo que hizo Esteban Salas (1725-1803) en la isla de las Antillas. Las composiciones dejadas por estos autores, así como su incesante producción de sucesos interpretativos hicieron de sus respectivas capitales centros de cierta importancia musical, mientras que otros países de la zona española de influencia política y militar sufrían de una muy clara pobreza en cuanto a la realización autóctona de música; Perú no alentaba sino una situación puramente imitativa; en Argentina era un ciento por ciento de músicos extranjeros quienes ocupaban todos los puestos clave y entre los presentes en el escenario musical no había uno solo que tuviera gran distinción o mérito excepcional; Colombia se había caído desde su estupendo pasado musical del siglo XVI, cuando Carlos V otorgó a Juan Pérez Materano (? – 1561) permiso para publicar su libro Canto de órgano y canto llano, el primero que se hizo en América, impreso en 1554, y se hallaba en una posición similar a la de México, cuyo rico pasado musical había degenerado hasta llegar a una situación realmente lastimosa.

La Nueva España tuvo, en los siglos XVI, XVII y primera mitad del XVIII, una muy intensa vida musical, de una eficacia y abundancia que casi llegaban (en proporción al número de habitantes y antigüedad del país) a las conocidas en España. Compositores, intérpretes y una fecunda vida coral daban testimonio de posibilidades muy superiores a las que aparecían en los albores del siglo XIX. En ese tiempo, la falta de apropiado estímulo, la inadecuada educación del público y la ignorancia social en materia musical presentaban un panorama empobrecido y desolador.

Había compositores que, de acuerdo con trayectoria y actividades, podrían haber tenido la capacidad requerida para los altos vuelos, pero sus más ambiciosas obras no rebasaban la música de salón, sainetes, música incidental para el teatro y zarzuelas de medio pelo. Los niveles profesionales en el género de la interpretación se habían abatido muy considerablemente y aún cuando la riqueza existente atrajo a muchos músicos extranjeros, éstos resultaron mediocridades con ánimo explotador, que no formaron escuela ni dispensaron en México sus incompletos conocimientos. Esto ayudó a motivar esa falta de visión, esa cerradura, esa limitación que volvió a la cultura musical una miserable productora de bienes de consumo de segunda y tercera  clases, carentes de todo intento de altura y elevación y destinados a entretener zafios y paletos. Los eventos musicales carecían de calidad, la vida musical transcurría siempre alrededor de las expresiones más deleznables del teatro y del canto, e incluso en ese dominio la oportunidad perdida y la esclerosis profesional campeaban sin remedio.

El viernes 1º de mayo de 1711 tuvo lugar el estreno de la ópera La Parténope, con libreto de Silvio Stampiglia y música del mexicano Manuel de Zumaya (c 1678-1756), quien había publicado ya una obra original de teatro, El Rodrigo, en 1708. Esta fue casi la primera ópera compuesta y producida en América y Zumaya el primer compositor autóctono de ópera, actividad que tuvo lugar el mismo año en que la primera ópera de Georg Friedrich Händel (1685-1759), Rinaldo, se produjo en Inglaterra.

El factotum de la ópera de Zumaya fue un auténtico personaje; se trataba del 35º Virrey de la Nueva España: don Fernando de Alencastres Noroña y Silva (c 1641-1717), Duque de Linares, Marqués de Valdefuentes, Porta Alegre y Covea, Comendador Mayor de la Orden de Santiago en Portugal, Gentilhombre de Cámara de su Majestad, Teniente General de Sus Ejércitos, Gobernador General de sus Reales Armas en el Reino de Nápoles, Virrey de Cerdeña, Vicario General de la Toscana, Virrey del Perú y Capitán General de la Nueva España.

Este aristócrata tomó posición de su cargo el jueves 15 de enero de 1711 y obtuvo un gran respeto por su talento, nobles sentimientos e interés en la prosperidad del país; combatió los desmanes del clero regular, prohibió la fabricación de aguardiente de caña, construyó el Acueducto de Belén y la Fuente del Salto del Agua, fundó la ciudad de Linares en Nuevo León y atendió con esmero y acierto las necesidades del gobierno. El Duque tenía gran afición por la música y Zumaya fue casi de inmediato puesto a su servicio. Como el gusto del Virrey por la ópera italiana era grande, Zumaya recibió la comisión de traducir al español diversos libretos italianos y componer nueva música con esos textos. El libreto de La Parténope fue impreso en español e italiano, la música (como corresponde a toda obra musical importante del pasado en nuestro país) está perdida y el estreno tuvo lugar en el mismo palacio virreinal, allá en el Zócalo.

Sin embargo, la producción continua de óperas a la manera italiana, que habría sido determinante para el país, no pudo continuar por dos causas principales: una fue la falta de una troupe completa de actores, cantantes, músicos y técnicos (en Madrid se instaló una compañía en 1703, pero la corte virreinal no tenía recursos para mantener algo tan costoso como un grupo independiente y estable) y la otra fue la falta del poderoso patrocinio del Duque de Linares, quien dejó el gobierno el sábado 15 de agosto de 1716 y falleció el jueves 3 de junio de 1717. Esto dejó en la orfandad profesional a los grandes músicos que había entonces y les coartó sus posibilidades de obtener un desarrollo personal adecuado que hubiera robustecido, fortalecido y avanzado al medio musical que entonces existía.

Antonio de Salazar (? – 1650), quien al parecer vino de Sevilla, floreció al principio del siglo XVII y nos trajo la gran tradición de Tomás Luis de Victoria (1548-1611) y Giovanni Pierluigi da Palestrina (1525/1526 -1594); Manuel de Zumaya (el primer músico criollo de importancia) estuvo activo hasta su muerte y él, Francisco de Atienza y Pineda (c 1654-1726) y otros músicos de menor relieve dieron un verdadero nervio a esa vida musical que incluso contaba con italianos de segunda clase como don Ignacio de Jerusalem y Stella (c 1710-c 1769), quien salió del foso del teatro de ópera para repetir las peores fruslerías musicales con pretexto escénico en la Catedral y se hizo conocido por su estúpida oposición al rector de la Universidad, quien quería contar con una capilla de música que fuera independiente de las autoridades eclesiásticas y que actuara bajo los auspicios de la Universidad cultivando la polifonía tradicional. La ceguera del italiano, quizá basada en los celos profesionales, quizá producto de la incompetencia, dañó al medio musical general, ya que la disputa fue llevada—por el ex músico de acompañamiento—hasta España y nos privó de algo que no hubiera tenido parangón en toda la historia de América. La fortuna que cayó en Argentina con las actividades de Domenico Zipoli (1688-1726) no se repitió en la Nueva España. La construcción de órganos alcanzó en la Nueva España una riqueza que no tiene igual en ninguna otra parte del continente y todavía quedan instrumentos (como los de la Catedral de México) que son monumentos musicales dignos de cualquier sociedad y sólo igualados por los de las grandes capitales y ciudades musicales de primer orden.

Sin embargo, para el tiempo de la inauguración del Palacio de Minería, todo aquel tesoro estaba en decadencia. Básicamente, por falta de los elementos nacionales requeridos para mantenerla y por falta de las escuelas necesarias para desarrollarla. Ya Robert Stevenson (1916) ha hecho notar la causa principal de la declinación y decadencia de la vida musical novohispana. La Nueva España fue una sucursal cultural de la metrópoli durante los tres siglos de dominación española y esto en sí robusteció la vida musical novohispana. Las obras de gran importancia compuestas en España o que llegaban de otras naciones europeas a la madre patria eran exportadas de inmediato a las colonias y se tocaban aquí poco después de su recepción en la península española. Músicos de la más alta calidad, provenientes de Madrid, Toledo, Salamanca, Sevilla y otros centros españoles de importancia perpetuaban en América las tradiciones musicales europeas. Los niveles profesionales de las catedrales de México y Puebla habían sido fijados en el área en que se pudiera competir con éxito y ventaja con los de cualquier catedral española. Cuando se cortó el flujo alimenticio de la cultura metropolitana, la vida cultural de la Nueva España, que no tenía raíces profundas ni fuertes, sufrió un golpe devastador. Ya la música, básicamente a causa de la decadencia política española (cuyas causas y efectos exceden con mucho los límites del presente artículo), había sufrido un gran descenso en la Nueva España y la combinación de la raquitización de la vida profesional y la falta de una producción autóctona de músicos (condicionada por la total ausencia de las necesarias escuelas de música) resultó mortal para el ambiente profesional de México. Los músicos importados, todos de segundo y tercer orden, eran capaces de mantener la caquéctica vida musical de la Colonia en sus espeluznantes manifestaciones de consumo, pero estaban imposibilitados para enseñar a los nativos, además de muy poco interesados en crear competidores que podrían desplazarlos de sus actividades en virtud de las dimensiones de los talentos naturales en el país, ya desde aquel entonces muy abundantes y de gran promesa. Cuando estos músicos se apoderaron del ambiente profesional, sus labores impidieron la germinación de aquellos talentos naturales y la carencia de las escuelas cerró el círculo vicioso que logró erosionar al máximo la música nacional entre la falta de músicos y la inexistencia virtual de maestros y real de centros docentes.

Así, durante los últimos años del siglo XVIII y el principio del XIX la música estaba en bancarrota. Las catedrales, carentes de artistas locales y usando extranjeros de tercera línea, languidecían musicalmente; la ópera no era un más que un simple negocio de la más baja ralea comercial, totalmente alejado de cualquier idealismo o elevación artística y que había caído en las porquerías fáciles destinadas a obtener el mayor lucro posible para los empresarios en el Coliseo Nuevo, antecesor del Teatro Nacional y único escenario de ópera del país. Los tiempos en que la protección y patrocinio del Virrey, el Duque de Linares, dieron bellos frutos en el campo correspondiente habían quedado relegados y olvidados. La falta de mecenas y de compañías habían liquidado a la ópera y, por consecuencia, al único eje posible de la vida musical del país en aquella estructura social.

Al decir “ópera”  nos referimos a lo que se presentaba en las temporadas del Coliseo Nuevo: zarzuelas, tonadillas y sainetes, base y fundamento de sus actividades líricas, a pesar de una versión de El filósofo burlado de Domenico Cimarosa (1749-1801) definida como “zarzuela bufa” en el anuncio, que se cantó junto con El extranjero de Manuel Arenzana (fl 1791-1821), maestro de capilla de la Catedral de Puebla (“comedia en dos actos con música” según la propaganda), Siana y Silvio de Luis Medina, también originario de Puebla, empleado del Tribunal Real y una figura desaparecida de la historia (definida como un “bailete” con sus dos hijas en los papeles principales y el autor a la guitarra) y Los dos ribales en amor (“nuevo dúo” de Arenzana). En 1806 se cantó El barbero de Sevilla de Giovanni Paisiello (1740-1816), traducido al español con interludios a base de “bailes” o “sonecitos del país”, para “no alargar indebidamente la representación”.

El Coliseo Nuevo quebró en 1816, “a causa de los altos costos” y de su orquesta sabemos que en 1813, año de su máximo esplendor contaba con 16 músicos que tocaban sin director y que, de acuerdo con algún testimonio de la época, quizá confiable, tenían los más serios problemas concebibles de ritmo y afinación. Los cantantes no eran profesionales de la voz y su principal cualidad debía ser su habilidad histriónica y tal vez su aspecto físico. Las obras de Manuel Corral (1790-?), afortunadamente perdidas en su mayoría, se representaban a pesar de su baja calidad musical gracias al apoyo del Virrey Apodaca. Un profesor italiano de piano, Esteban Cristiani, logró hacer representar sus tenues productos de aficionado. Andrés Castillo, una de las “estrellas” cantantes, hacía representar sus sainetes, que no perseguían otro propósito que darle un mayor ingreso en la compañía y los cuales, al decir de los oyentes y a juzgar por los textos, eran sencillamente abominables. Ante la falla total del sistema escolar, México tenía los individuos cuyo talento, ambición, empuje y preparación les permitían (para fortuna del país) salir de la horrenda mediocridad profesional condicionada por la falta de escuelas y la inexistente producción de músicos nacionales y lograr el ejercicio de un arte de calidad superior. Estos músicos, asqueados sin duda del Coliseo Nuevo, buscaron y hallaron otro sitio y otro ámbito para el ejercicio de su arte.

Un buen ejemplo de tales artistas lo constituye José Manuel Aldana (1758-1810). Era compositor, violinista y director de orquesta y fue miembro (como violín segundo) de la orquesta del Coliseo Nuevo donde lo hallamos tocando en 1786. Para 1790 era el concertino del conjunto (al parecer la única época en que casi llegó a sonar bien) y estuvo dos temporadas como director de la misma, hasta que se reasumió la decadencia con su salida del conjunto en 1793. La voz redactada por Robert Stevenson para el Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana da mucha luz acerca de Aldana:

En 1767 entró en el colegio de los Infantes, institución mantenida por la catedral, donde estudió violín con Nicolás Gil de la Torre. Cuando terminó sus servicios como segundo librero del coro catedralicio, se le nombró violinista en la orquesta de la catedral de México (27-I-1775). El Cabildo catedralicio le aumentó su sueldo de 300 a 400 pesos cada año (12-I-1784). De acuerdo con La razón de los individuos de que se componen las compañías de cómicos, bailarines y orquesta del teatro de esta corte, sus sueldos y obligaciones, texto redactado en 1786, Aldana ganó ese año 554 pesos por sus servicios como segundo violín de la orquesta del coliseo con la obligación de “enseñar cada cuatro semanas dos piezas, comprendidas en éstas las de teatro” (Olavarría y Ferrari, 1961, i, 44). A la apertura del nuevo coliseo (6-IV-1806) reemplazó a Manuel Delgado como primer violín y en 1808 y 1809 sirvió como maestro de la escoleta mantenida por la catedral para el adiestramiento de los niños de coro, donde había comenzado sus estudios 42 años atrás. En el Diario de México (18-XII-1806) se le llamaba el Lolli mexicano (Antonio Lolli, 1725-1802, era el antecesor y prototipo de Paganini). El diario también le califica como el mejor compositor de su época nacido en México.

Las composiciones que se han conservado son principalmente música litúrgica con acompañamiento de orquesta que muestra su conocimiento de Haydn. Su Misa en Re, interpretada en Nueva York por Carlos Chávez en mayo de 1940, fue el primer trabajo de un músico colonial mexicano presentado en el extranjero. El redactor de su necrología en el Diario de México (18-II-1810), habla de sus tonadillas como de obras en las que destaca “su sencillez y naturalidad”, pero reserva las mejores alabanzas para sus composiciones devotas, especialmente para las Jaculatorias del Señor y Dios y Señora y Madre mía, que se cantaban los días 12 de cada mes en Santa Brígida. También compuso, entre otros, unos Versos de tercia con órgano obligado y un acompañamiento de orquesta, con el fin particular de que se tocara en la función de Nuestra Señora de Guadalupe.

Antes de morir, Aldana dejó importantes rastros de actividades profesionales de alto nivel. En octubre de 1805 ofreció un concierto en el Coliseo Nuevo, que fue mal recibido y desechado con gran pedantería por la crítica “especializada”. Una carta enviada al Diario de México decía:

Díganle por favor a D. José Aldana, primer violín de la orquesta del teatro, que debería cambiar su nombre al de

Aldana o Mr. Aldam, y actuar como si fuera extranjero si es que quiere ganar el aplauso que merece…o tal vez

quiera considerar el disfrazarse de mujer…aquellos que conocen algo del arte de la música, y que lo escucharon,

conocen sus méritos; pero la mayor parte de su auditorio tiene orejas pero no entendimiento musical y por eso

respondió fríamente a los refinamientos del concierto de violín que tocó ayer.

Lo que Aldana y otros músicos de primer orden no pudieron hallar en el Coliseo Nuevo lo encontraron en el Palacio de Minería, entonces la Escuela de Minas, que proveyó del apoyo, el local y el auditorio de sociedad culta que tanto faltaban en el Coliseo Nuevo para el debido ejercicio de la música.

El edificio de la Escuela de Minas, resultado del espléndido trabajo de Manuel Tolsá (1737-1820), fue casa de temporadas regulares de música de primera clase y desde poco antes de 1807, año en que se reseñaron por vez primera las “academias de música” del Palacio de Minería, se hicieron famosos y codiciados por los verdaderos entendidos los conciertos que la orquesta de los mineros, de los ingenieros, presentaba en aquel “grande y bien iluminado salón de la nueva escuela” que albergaba una “orquesta de mérito excepcional”. En aquella sociedad de clases, la clase de los dueños de minas y sus ingenieros era no sólo la más rica sino la más culta y la mejor ilustrada musicalmente y en esa orquesta tocaron Aldana y otros dos excepcionales violinistas: Vicente Castro (de quien sólo se registró su nombre por su participación en la orquesta y Manuel Delgado, 1770-c 1818). La orquesta no seguía la tradición de Mannheim y tocaba sin director, bajo la guía del concertino (usualmente Aldana). Haydn era uno de sus favoritos y contaban con mandolina y guitarra, siguiendo la mejor tradición de las orquestas españolas y de ciertas áreas de Italia. Conciertos de piano presentados por un fantasma de la historia, personaje un tanto misterioso de quien sólo conocemos el apellido, sin su nombre, Horcasitas, y por el entonces muy conocido compositor y pianista Soto Carrillo (también ejecutante de Haydn y hoy desaparecido con vagos y escasos rastros) redondeaban las actividades musicales del Palacio de Minería y contribuyeron a popularizar el piano en el país. En este monumental edificio fue donde se instaló el verdadero primer centro musical de la época y donde por primera vez se llevaron a cabo conciertos profesionales de música instrumental.

Así, en el Palacio de Minería se realizó, en principio e ideales, el afán universitario que la torpeza de Jerusalem impidió a base de maniobras políticas y trabas burocráticas. Antes de caer en la guerra civil y en el caos social que vivió México a partir de 1810, el Palacio de Minería proveyó de la época más alta y brillante de la música instrumental mexicana en varios siglos, sirviendo de casa, estímulo y apoyo a los verdaderos y más valiosos músicos, los que tenían metas que no hallaban acomodo en parte alguna. La decadencia que precipitó el paupérrimo caos musical del siglo XIX, cuando Europa era un Edén musical y México carecía de toda solidez artística y se debatía en la oscuridad y el provincialismo alcanzó también a la orquesta de los mineros. Pero antes de la impresionante fertilidad y ebullición de la vida de conciertos que vivimos (la cual, entre otras cosas, rescató esa tradición secular resucitando la orquesta de los mineros), el Palacio de Minería albergó ese chispazo de altura, ese instante de profundidad artística que fue la primera orquesta mexicana.

La primera y la única en su época, que no se reconstruyó sino hasta las proximidades del tercer milenio, casi en el umbral del siglo XXI.

Abril de 1979.

http://www.conservatorianos.com.mx/musicaypalaciodemineria.htm

 

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